. . . incluso un hombre supersticioso tiene ciertos derechos inalienables. Tiene derecho a albergar sus imbecilidades y disfrutarlas tanto tiempo como desee, siempre y cuando no trate de inflingirlas a otros hombres mediante la fuerza. Tiene derecho a debatirlas y defenderlas tan elocuentemente como pueda, venga a cuento o no. Tiene derecho a enseñárselas a sus hijos. Pero ciertamente no tiene derecho a ser protegido de la libre crítica de aquellos que no las comparten. No tiene derecho a exigir que sean tratadas como sagradas. No tiene derecho a predicarlas sin que nadie las desafíe. . . . El significado de la libertad religiosa, me temo, es a veces enormemente malinterpretado. Se toma como una especie de inmunidad, no sólo al control gubernamental, sino a la opinión pública. Un zoquete se compra una sotana, se alza tras la mesa sagrada, y emite tales disparates que ahogarían a un Hotentote. ¿Ha de pasar sin desafío? En ese caso, lo que tenemos no es una libertad de religión, sino la más intolerable y ultrajante variedad de despotismo religioso. Cualquier imbécil, una vez admitido en las órdenes sagradas, se vuelve infalible. Cualquier tarado, por el simple medio de adjudicar sus delirios a la revelación divina, adquiere una autoridad que nos es negada al resto.
Podemos cambiar la religión por arte, fútbol, política, coaching, o lo que se desee, y seguimos teniendo una verdad universal. La filosofía, la buena filosofía, es tan necesaria hoy como siempre.
A menudo identificamos erróneamente nuestra identidad con nuestras opiniones, y pensamos que la crítica a estas es un intento de silenciarnos, de robarnos nuestra libertad de expresión. Expresiones como que «todas las opiniones son igualmente válidas» o «toda opinión es respetable» o «esa es tu verdad pero no la mía y nadie tiene la absoluta,» denotan una completa bancarrota intelectual. Hay pocos temas en los que realmente no existe una verdad perceptible y tangible. Y en muchos temas sociales, esta verdad existe.
Imaginad qué clase de mundo es aquel en el que, a la hora de tratar una enfermedad, le decimos al médico que su opinión vale lo mismo que la de un fontanero. Imaginad qué mundo es ese en el que las opiniones de un racista creacionista que cree en las hadas son tan válidas como las de una persona informada. Imaginad que no pudiéramos saber nada de verdad.
Las personas merecen todo el respeto, y sus derechos deben ser salvaguardados con cuidado. Las opiniones no merecen, en sí, ningún respeto. Las opiniones tienen que ser analizadas, troceadas, demostradas, rebatidas, y tiradas por el suelo. No hay ninguna razón para aceptar una opinión porque sí, sin datos que la respalden. Las opiniones no tienen, en sí, más valor que el que les damos.