Este blog ha pasado las 200.000 visitas, lo cual es algo que no sé explicar. Llevamos una serie de 8 entradas, una al día, más de una semana dando todo, con cómo nos saboteamos la vida. Vimos que:
- No cambiamos hasta que no tenemos un por qué de verdad para ello, aunque sepamos cómo hacerlo.
- A menudo nos ponemos a obsesionarmos con la dimensión global de lo que queremos conseguir, en vez de centrarnos sólamente en el siguiente paso a dar, y convertirlo en un hábito.
- En nuestras relaciones, fracasamos porque mentimos sobre lo que queremos de verdad para parecer menos egoístas, y no pedimos ayuda cuando la necesitamos.
- Encima, nos creemos que podemos cambiar y añadir nuevas conductas sin tener en cuenta el coste porque cada aspecto de nuestra identidad consume tiempo, y es un juego de suma cero. Para ser mejor en A, tengo que dejar de dedicar tiempo a B, y si no lo tengo claro, lo voy a echar mucho de menos.
- Nos mentimos a nosotros mismos acerca de lo que queremos, confundiendo las verdaderas intenciones que tenemos con cosas que nos molaría que pasaran pero que pensamos que no somos responsables de lograr.
- Como nos mentimos mucho, lo que hacemos y lo que pensamos que es importante hacer son conjuntos disjuntos. O lo que es lo mismo, las cosas que nos decimos que son importantes no suelen recibir tiempo ni atención, pero nos mentimos tan bien que ni nos damos cuenta.
- Pensamos que la felicidad es para gente estúpida, lo cuál hace que no nos molestemos en aprender recursos para ser más felices porque total, la ignorancia es mejor. Y por otro lado, a menudo dejamos que pensar en las cosas sustituya a hacer cosas, que es lo que realmente nos puede ayudar en mejorar nuestra vida y ser felices.
- Dejamos que las pequeñas contrariedades nos amarguen más que las grandes tragedias, en vez de solventarlas.
Bueno, las relaciones humanas son complejas. Por ello, hablemos de erizos.

Piensa en la última vez que alguien te hizo daño. Daño de verdad, no alguien que se coló delante de ti en el metro. Estoy seguro de que en el 99% de los casos no fue un desconocido el que te hizo eso. Casi con toda seguridad fue un conocido, alguien cercano.
La psicología, incluso el psicoanálisis, ya llevan mucho tiempo hablando de esto. La intimidad significa, por definición, bajar las defensas, exponerte a una situación en la que eres vulnerable. Claro, cuando alguien te hiere profundamente la reacción natural es jurar que no volverá a suceder. La única forma de cumplir la promesa es no dejar que nadie se acerque nunca más.
Y este es el dilema del erizo.
Esta metáfora es obra del notorio misántropo y, probablemente bastante gilipollas en lo social, Arthur Schopenhauer. Schopenhauer observó que en invierno los erizos se acurrucan juntitos para darse calor, pero cuanto más se acercan, más se pinchan, teniendo que alejarse, y sufriendo de nuevo el frío. Como Arthur era un tipo súper positivo, encontró que ésta era una imagen perfecta para las relaciones humanas. A menudo queremos que nos dejen en paz y nos sentimos culpables por alegrarnos si un plan se cancela, pero si pasamos un tiempo solos empezamos a sentirnos mal porque queremos estar con gente.
Los humanos somos animales sociales, y aunque un período de soledad puede ser como una buena siesta, si la alargas demasiado (la siesta) te acaban llevando al hospital y enganchándote a distintas máquinas. Y al final tienes 3 opciones:
- Te apartas más y más de la sociedad, lo cual disminuye tu conducta prosocial, hasta que el aislamiento se convierte en furia. Esta es la opción de humanistas como el Unabomber.
- Seguir el consejo de Schopenhauer, que era encontrar una distancia segura a la que mantener a todo el mundo, manteniendo relaciones superficiales que no progresaran a un grado de intimidad donde nos pudieran hacer daño. Esto es como Facebook, realmente, tú observas lo que hacen tus «amigos» (que a todos los llamas amigos ahí, independientemente de su relación) y como mucho das alguna muestra superficial de apoyo o aprobación antes de seguir con lo tuyo.
- Salir y aceptar que la única opción es volver a exponerte, volver a recibir y causar daño, y que las relaciones a veces son dolorosas. Que incluso una amistad superficial significa a veces pequeñas «traiciones», desengaños ocasionales e incluso la sensación de que los otros no dan tanto como tú das.
Y la clave con la que a menudo nos jodemos la vida (con la opción 3, porque si coges la opción 1 ó 2 ya estás jodido sin arreglo), es no aceptar que todas esas cosas malas dan igual, son parte del trato como respirar, y que las relaciones duelen pero la soledad duele más. Ah, y nos olvidamos de que nosotros hacemos lo mismo que nos hacen, y que a menudo los demás nos tratan como les hemos acostumbrado a que nos traten.
Así es, amiguitos: la mayor parte de los sinsabores que nosotros sufrimos cuando nos relacionamos con otros seres humanos son los mismos o similares que los que les inflingimos a ellos al relacionarse con nosotros. Sólo que nuestros propios sesgos nos impiden darnos cuenta. Nos quejamos de cómo nos habla nuestra pareja y no nos damos cuenta de cómo hablamos. Maldecimos a la gente que no tiene consideración y nos olvidamos de todas las veces que vamos a la nuestra sin pesar en lo que al otro le parece. Miramos mal al que habla a voces en el bar sin recordar todas las veces que hemos dado gritos en sitios públicos porque estábamos muy de exaltación de la amistad. Y así todo el tiempo. Y cuando el otro nos hace notar lo que hacemos, lo achacamos a un patético intento de defenderse con un «y tú más». ¿Cómo se atreve? ¡Será cabrón!
Por otro lado, no nos damos cuenta de una cosa que ya dijo Skinner: para muchas cosas (casi todas), la conducta está gobernada por sus consecuencias. Eso quiere decir que si los demás abusan de nosotros (o al menos percibimos que es así), tiene mucho que ver con qué es lo que obtienen de pedir favores, ignorar nuestros deseos, o, en definitiva, de cómo nos tratan. Esa sufrida madre que se queja de que nadie le ayuda en casa pero que si tratas de ayudarla no te deja porque lo vas a hacer mal, o demasiado lento, o no sabes. Esa persona que se queja de que nunca se hace lo que ella quiere pero que cuando se le pregunta siempre responde con un «lo que prefieras». Y así todo el día.
¿Sabéis lo peor de hacer terapia de pareja (como terapeuta)? El momento en el que tienes que explicar a cada uno de los miembros de la pareja que todas esas cosas que su pareja hace que les joden tanto, esas cosas que les sacan de quicio… a menudo las provocan ellos mismos. Y que en vez de pedir a su pareja que cambie, podrían cambiar ellos y eso haría que su pareja cambiara automáticamente. Pero no somos capaces de verlo sin ayuda (no, los psicólogos tampoco), y así nos va.
Claro, esto tiene mucho que ver con lo que hemos hablado en otras entradas: nos mentimos mucho sobre lo que queremos y mentimos a los demás sobre lo que queremos, ¡y luego nos quejamos de que no obtenemos lo que queremos y de que no queremos lo que conseguimos!
Seriamente, uno no sabe cómo hemos llegado a conseguir nada, como especie. Pero algo se podrá hacer, ¿no? ¿NO?
El problema es que, en cierto sentido, nuestra cultura glorifica al aislado. Tradicionalmente, por la religión: la mayoría de figuras religiosas no es que fueran muy sociables y ya sabes la que podían armar como empezaran a pensar en lo perverso que se había vuelto el pueblo de Israel. El celibato, especialmente el femenino. Hasta en algunas películas, como Star Wars, aparecen viejos solitarios que, claro está, son muy sabios.
Hoy en día, en parte gracias a gente como Shopenhauer, existe una especie de exaltación laica del misántropo como un «genio que ve la verdad». A veces, hago según qué búsquedas por el Internet y no veas qué comentarios, como gente que quiere un planeta sin conflictos, y matar a todo aquel que no esté de acuerdo. Es lo mismo que comentas en la entrada: el misántropo de Internet se horroriza y escandaliza por esos mismos defectos que él mismo practica más que nadie.
«Que incluso una amistad superficial significa a veces pequeñas “traiciones”, desengaños ocasionales e incluso la sensación de que los otros no dan tanto como tú das.»
Lo contrario también puede ocurrir. En el Focoforo* alguien llegó a comentar el caso de un amigo al que creían un rácano, hasta que se dieron cuenta de que el amigo no salía con ellos porque era más bien pobre y no podía seguir el tren de vida de los demás.
*¿Me parece que tú eras miembro? Yo no, pero vi algún hilo glorioso antes de que se volviera exclusivo.
Estuve, estuve. Pena.
He esperado al final, o casi, para comentar, más que nada porque ir diciéndote cada vez «cuánta razón» pues no iba a ser muy productivo. Y sí, cuánta razón en líneas generales. Curiosamente llevo pensando en este tema desde ayer por la tarde, en la parte de «los demás nos tratan como les dejamos», y no podría estar más de acuerdo. Incluso cuando tienes la fuerte voluntad de cambiar, y cambias cosas, creo que todos acabamos volviendo a algunos patrones en los que nos sentimos cómodos y que, paradójicamente, acaban teniendo consecuencias que odiamos. Y la culpa es sólo nuestra. Bueno, no sólo, pero tú ya me entiendes.
En lo que no estoy al 100% de acuerdo es en que nos tratan como les tratamos. No porque no haya razón en lo que dices, que la hay, y bastante, sino porque esa afirmación me parece que deja fuera la naturaleza/comportamientos aprendidos de las otras personas. Supongamos, por poner un ejemplo absurdo, que Fulanito es una persona a la que le encanta hacer pequeños regalos a su pareja y amigos, y que los hace siempre que puede. La inferencia de «nos tratan como les tratamos» a mí me hace pensar que la pareja y amigos de Fulanito le harán pequeños regalos también. No de forma constante, pero sí de vez en cuando. Pero ¿y sí esas otras personas son, de verdad, tacaños y nunca le hacen ningún regalo? Ahí no se cumpliría la máxima ¿no? La naturaleza de esas personas pesaría más que el responder a un comportamiento con el mismo… O igual es que me estoy liando yo con lo que tú dices…
No se trata de que los demás nos traten exactamente igual que nosotros a ellos. Se trata de que la gente aprende qué conductas esperar de nosotros y adaptan su respuesta a ellas, del modo que sea. Esto hace que, muchas veces, sobre todo en relaciones viciadas, provoquemos la respuesta del otro que nos pone de mala leche. Nadie dice «claro, me ha hablado con brusquedad porque yo le he preguntado con tonito de sorna». No. Todo el mundo piensa ser inocente.
Nada que objetar a eso.